Desde que
existe historia de naciones y estados, es posible apreciar como todos ellos,
sin excepciones, han tenido que adaptarse y resignarse a la siempre difícil
convivencia con dos grupos internos que, siendo imprescindibles, llevan una vida
segregada regida por costumbres, reglas, prácticas y hasta éticas distintas de
las del resto de sus conciudadanos, y ello por la naturaleza y praxis propias
de sus funciones: esos grupos son el de los militares y el del clero. La historia también nos enseña que la
incomprensión o el desconocimiento de estas insoslayables diferencias han
conducido, en innumerable ocasiones, a amargos y prolongados conflictos.
Cuando un
ciudadano abraza la carrera militar, pone su vida a disposición de la
irrestricta defensa de su patria y de sus conciudadanos y abdica de numerosos
derechos que asisten a sus compatriotas.
Para él no habrá horarios máximos ni derecho a huelga o siquiera
manifestación, no habrá oportunidades de fortuna ni de
carreras meteóricas. Mas trascendentalmente aún, debe renunciar a
buena parte de su libre albedrío porque, siendo el acatamiento ciego y la
coordinación perfecta requisitos indispensables para la eficiencia bélica, es
necesario postergar los instintos y la conciencia individual en aras del
sacrosanto principio de la obediencia debida.
En reconocimiento de las importantísimas restricciones que la vida
militar impone a sus cultores, y atendida la insoslayable necesidad de ella,
todos los estados le otorgan y le han siempre otorgado un estatus especial, con
sus propias leyes, sus propias tradiciones, sus propios tribunales, su propia
previsión y hasta su propia ética. Todo
ello porque sería impensable regular un universo tan diferente con las mismas
reglas y criterios con que funciona el resto de la sociedad.
En tiempos
normales, las enormes diferencias entre el mundo militar y el mundo de los
civiles no generan mayores problemas, básicamente porque se mantienen separados
hasta físicamente. Pero cuando, por las circunstancias que sean, los militares
se transforman en soporte directo de un gobierno, los roces entre los dos
sistemas de vida se multiplican y derivan en conflictos de dolorosas
consecuencia. Es precisamente lo que
ocurrió en Chile durante el largo régimen liderado por el General Augusto
Pinochet.
Basta esta
sucinta reflexión sobre lo que todos sabemos para sospechar la anchura y
profundidad del abismo que se ha creado entre la sociedad civil y el mundo
castrense a raíz del tratamiento que le ha dado la nueva democracia chilena a
las violaciones de derechos humanos ocurridas durante ese periodo. Y ello por razones tan numerosas como
evidentes:
_ Porque, en
base a dudosos argumentos, se arrastró a tribunales civiles a muchos que
debieron ser juzgados en su propio ámbito militar.
_ Porque, en
base a otros dudosos argumentos, se eludió la ley de amnistía y se anuló
incluso el límite de tiempo mediante el inverosímil expediente de considerar la
desaparición como delito de secuestro permanente.
_ Porque
muchos militares fueron condenados por los mismo tribunales civiles que fueron
mas culpables que ellos como instrumentos de los crímenes del régimen al que
obsecuentemente sirvieron.
_ Porque
casi ninguno de los verdaderos responsables volitivos de esos crímenes desfiló
ante los tribunales de justicia.
_ Porque
hoy, a 40 años de los hechos, se sigue acosando a muchos que eran subalternos
de subalternos en aquella época.
_ Porque se
hizo tabla rasa del dogma de la
obediencia debida, que hasta los aliados respetaron después de la Segunda
Guerra Mundial, y a pesar del mayor genocidio que conoce la historia de la
humanidad (solo se juzgó y condenó a aquellos en que se pudo demostrar que
tenían el libre albedrío suficiente para evitar los crímenes en que
participaron).
_ Porque la
casi mitad de Chile que casi logró prolongar el régimen militar hace 25 años
enmudeció y desapareció como por encanto cuando llegó la hora del ajuste de
cuentas. Hoy es tan difícil encontrar un
pinochetista como fue difícil encontrar un allendista a los pocos meses de
gobierno castrense.
_ Porque el
aprovechamiento político del asunto de los derechos humanos llegó a limites
repugnantes el pasado septiembre, en que, con la propia colaboración del
gobierno, se falsificó la historia en forma que el propio Homero habría
envidiado.
_ Porque ver
a los comunistas embanderar el Penal Cordillera cuando su partido es miembro
centenario de un panel internacional autor de los peores crímenes contra los
derechos humanos que se conocen, es una afrenta insoportable para los militares chilenos (como que uno se
suicidó de vergüenza).
_ Porque la
repetida historia de que todo lo ocurrido afecta a personas y no a la
institución militar es un eufemismo que no creen ni los que lo afirman.
_ Porque de
sus caídos en la “guerra sucia” nadie se acuerda en el mundo civil, mientras
que Santiago arde en cada aniversario del joven combatiente que cayó desafiando
la ley y el orden.
No se vaya a
creer que esta numeración significa que yo piense que los crímenes de los
militares durante el gobierno del General Pinochet debieron quedar impunes. De
hecho, como candidato parlamentario de
la Concertación en las elecciones de 1989, clamé públicamente por verdad y justicia
y me sentí muy orgulloso cuando el Presidente Aylwin inició ese camino a pesar
del estrecho espacio de maniobra que tenía su gobierno. Pero en un cuarto de siglo lo que comenzó
siendo “verdad y justicia” se convirtió en escarmiento y venganza y últimamente
en caza de brujas y aprovechamiento
político, en que hasta el Partido Comunista enarbola la defensa de derechos
humanos mientras se le caen de la
mochila los recuerdos de Stalin, Ceacescu, los Castro y la plaza Tienament, ante los cuales no hizo
otra cosa que rendir homenajes.
Creo que
Chile no puede vivir con un foso de recelo y resentimiento entre la sociedad
civil y el estrato militar. No tenemos
situación internacional para continuar con lo que, a estas alturas, no es otra
cosa que un sainete en cuyo reparto nunca estuvieron todos los que son ni son
todos los que estuvieron. Hace rato que
sonó la hora en que, por el bien y la seguridad de Chile, hay que ponerse a la
tarea de restaurar el respeto y la confianza entre esos dos universos. Yo no sé si los políticos chilenos han
postergado esa imprescindible tarea por ceguera intelectual o por conveniencia
electoral, como demostró el aquelarre de septiembre pasado, pero sí que sé que
mejor harían en aplicarse a resolver este problema de imperativa importancia en
lugar de perder el tiempo atendiendo a la agenda que les dictan los agitadores
de la calle.
Orlando
Sáenz R.